Pintores gijoneses del siglo XX en la Colección Fernández Ugarte

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Ecos de la pintura gijonesa del siglo XX: de Basurto a La Redonda

por Juan Carlos Aparicio Vega. Universidad de Oviedo

La Fundación Museo Evaristo Valle ha sido otra vez un elemento vertebrador de la escena artística propia, la que nos refleja y universaliza, la que somos y nos proporciona valor, y lo demuestra ahora con esta exposición. Levantar un circuito artístico con una personalidad tan notable como el gijonés, plagado de figuras estelares (algunas extendidas incluso a la esfera nacional e internacional) y de otras muchas menores que le otorgan fondo y consistencia, solamente es posible gracias a la suma de esfuerzos sostenidos en un tiempo largo y vertiginoso, atravesado por conflictos, crisis, quiebros y transformaciones profundas.

Nada tiene que ver aquella sociedad ya decadente de la última Restauración que vivió Ventura Álvarez Sala (1869-1919), uno de los padres de la escena artística local, con la que conoció y padeció Evaristo Valle (1873-1951), pieza clave para que todo aquello tuviera continuidad y que además supo identificar y alentar a los jóvenes valores como Joaquín Rubio Camín (1929-2007) y Antonio Suárez (1923-2013), quienes dieron los siguientes pasos ya en la incierta y desdibujada posguerra autárquica, en la que es imposible olvidar otra personalidad central que siempre está, todo el siglo: Nicanor Piñole (1878-1978). Todos ellos necesitaron igualmente de mediadores que empujaran a las instituciones, entidades y hasta sociedades recreativas o a la crítica y abriesen establecimientos donde medirse con el público y la clientela del único modo ya posible, en la exposición. Nada hubiera sido sin los Piquero, Masaveu, José Antonio García Sol, Arcadio Baquero, Ignacio Lavilla, Eduardo Vigil y Eduardo Suárez, y tantos otros.

El arte gijonés, diversificado y singular gracias a su propia revolución industrial finisecular que cambió la fisonomía y hasta la escala urbana, creció arrimado a un comercio que quería mostrarse a través de generosos escaparates cerrados con grandes lunas ya iluminadas al atardecer. Así, en poco tiempo, nuestra primera pintura pudo verse en las vitrinas de variopintos negocios como Balcázar, La Dalia, La Escolar, Velarza, La Unión y, sobre todo, en los salones ya específicos de Mateu (de brevísima existencia), Piquero y Masaveu, aparte de en los locales del Club de Regatas, pivotando así en torno al eje comercial formado por las calles Los Moros y Corrida, incluso acercándose a la ennoblecida Trinidad. También se asomaba al mar a través de las Casas de Veronda, donde funcionó durante medio siglo el Ateneo Obrero, dotado de una activa sala de exposiciones, especialmente en los años veinte.

El cuerpo yacente de Evaristo Valle en el habitáculo prestado del hermoso Banco de Gijón fue la simiente que alumbró y casi indicó el nuevo rumbo y espacio físico en que se desplegaría el circuito local de las artes desde la posguerra en adelante. Así, sin pretenderlo (o tal vez sí) reordenó el espacio que había dejado atrás aquellas tiendas radiantes y entoldadas. Ahora, la más estrecha calle La Merced sería el nuevo eje vertebrador, a veces un verdadero vía crucis para nuestros creadores. Allí, apostados cerca de la sala de exposiciones municipal habilitada en el viejo Instituto, ya sin la valiosa colección de dibujos del Ilustrado, y animada con la destacada actividad del Ateneo Jovellanos, alumbrado por Busto y Negrete, se instalaron los intermediarios que más se conectaron con lo que estaba pasando: Eduardo Suárez (Altamira, 1958) y Eduardo Vigil (Atalaya, 1961), quien ya se había ocupado de las exposiciones de la firma Stella desde 1955 en la calle Menéndez Valdés.

Se entremezclan así artistas, galeristas más o menos exitosos y también hombres habilidosos que no son ni lo uno ni lo otro, pero cuyo papel es clave. En ese horizonte falta una figura olvidada: Félix Sevilla del Valle (1920-2006), quien debe considerarse una verdadera bisagra entre un tiempo y otro en el entramado local del arte. Sin su trabajo no entenderíamos nuestra escena. Así, ya desde 1935, siendo un adolescente, preparó exposiciones en el flamante establecimiento de Casa Basurto y González, la tienda de una lujosa fábrica de espejos y vidrieras radicada en el número 53 de la calle Corrida. Allí, ese espectacular inmueble de Pedro Alonso (1903) trazado por Mariano Marín y presidido aún por una magnífica batería de miradores, recibiría la valiosa contribución del Estudio Busto (1944), donde se redibujaría y acrecentaría su enorme y envolvente escaparate empleando marmolina, madera, mármol y lunas de cristal, tras las que Félix prepararía numerosas exposiciones. Pero Basurto también contó con un habitáculo en mitad de la tienda de espejos, pertrechado por cortinas grises donde se celebraron muestras temporales y hasta tertulias artísticas a lo largo de todo lo que restaba de autarquía. El local se había reinaugurado en 1946, ya como sede gijonesa de la firma franquiciada Cristamol. La actividad en la década de los cincuenta ya no fue la misma, pero antes tuvo cabida una heterogénea nómina de expositores, en la que no faltaron en 1940 Evaristo Valle, con una treintena de cuadros y seguidamente Pedrín Sánchez y Nicanor Piñole. Asimismo, tuvo su hueco el olvidado paisajista Nemesio Lavilla (1941), Alfredo Truan (1942) y, claro está, Camín y Suárez en su primera muestra, conjunta, el año 1947, donde hasta se exhibió un lienzo hecho mano a mano entre ambos. Moré celebró allí una exitosa individual en septiembre de 1948, con que celebraba su éxito en la Nacional.

Con ese sedimento o sustrato y vínculos familiares, en ese ambiente se educó el gusto y querencias plásticas que presiden ahora la Colección Fernández Ugarte, en la selección desplegada en la casa de Evaristo Valle. Se observa, así, una apuesta plena de sentido y emoción que además permite rememorar aquel legado y otra vez trazar esa línea o espina dorsal en que se sitúan varias generaciones, casi una familia de autores que protagonizaron un circuito que ya no es el mismo y que como mucho permanece desgajado e incompleto en los reservorios de los museos.

Lo que ahora vemos no se ha despegado de ese itinerario. Están, pues, los imprescindibles lienzos de Valle, Piñole y Moré, acompañados de Aurelio Suárez y de Orlando Pelayo, cuyo exilio fructificó en una intensa carrera internacional cimentada en el mismo París. También están los artífices de la lenta recuperación de los caminos más renovadores, Suárez y Camín. Finalmente, aquellos que no pierden, a pesar de la distancia generacional, el vínculo con la escena en que nacen: Javier del Río y Pelayo Ortega, además originados o amparados por el galerista que siguió a Vigil: Amador Fernández, incluso en el mismo local de Atalaya, situado justo al final de La Merced. Todos ellos produjeron sus artefactos, cada uno con sus colores, formas y argumentos (naturalezas muertas, paisajes urbanos y rurales o escenas de género) y, sin embargo, cuentan con un aire que confiere todavía identidad a la escena gijonesa.

La exposición podrá visitarse del 16 de febrero al 25 de mayo de 2025.