La ventana: Amancio, «Nijinsky VIII», 2022.

Nijinsky VIII forma parte de la serie de once esculturas en acero corrugado que el escultor leonés Amancio González (Villahibiera de Rueda, León, 1970) dedica a la figura del bailarín y coreógrafo ruso Vaslav Nijinsky (Kiev, 1889-Londres, 1950) en el ballet La siesta del fauno (1912) sobre el poema sinfónico de Claude Debussy del mismo nombre.

Amancio se inspira en la película grabada en 1912 «L´Après-midi d´un Faune» y reconstruida digitalmente en 2011 por Christian Comte, con coreografía y baile del propio Nijinsky, decoración de Léon Bakst, música de Debussy y fotografía de Adolf de Meyer.

Nijinsky VIII viene así a sumarse a Don Quijote, 2005, granito negro de 313x108x103 cm, obra de Amancio que puede contemplarse en los jardines históricos del Museo gracias al depósito del artista.

Hace dos o tres años, vi algunas-pocas-esculturas de Amancio González en León, en la que llaman Casa de las Carnicerías, y, con ser pocas y elaboradas en términos de estricta juventud, ya ocasionaron en mí un serio sobresalto de la especie estética. Percibí intensamente un espacio artísticamente habitado, o, lo que es lo mismo, una conducta inquietante (significativa sin explicaciones, armoniosa y violenta al tiempo) del volumen obtenido en la lucha y en un pacto escultórico entre el creador y la madera que aún se manifiesta como árbol. El resultado era … clamoroso. Quiero decir: extremado, represadamente convulso y con un algo que propendía a representar lo que por sí mismo no tiene forma : la fuerza, la desmesura, el dolor.

Hace mucho más de tres años que yo he adjurado de la “literatura especializada” que pretende la interpretación de las artes plásticas, y en esa actitud (muy deliberada, por cierto) sigo todavía. Si así no fuese, tendría ocasión, en los árboles torturados de Amancio González, para liberar abundante doctrina. Pero no; prefiero dejar testimonio simple, llanamente convencional, de mi encuentro con esta obra. Yo sentí intensificada mi vida por una percepción infrecuente: una organización rítmica y convulsa de volúmenes fingía cuerpos humanos conservando la realidad cruda de la madera. Había huellas de trabajo. Detrás de la huellas, se traslucía el gesto manual duro, la tensión inteligente de un escultor que me apresuré a considerar excepcional.

Ahora sé algo más; sé que los árboles torturados que siguieron a los que yo vi, están exponiendo metáforas, al tiempo enigmáticas e inequívocas, que añaden a la representación corpórea alusiones a una terrible clausura existencial; sé que las referencias a la realidad física se deforman o se ocultan en referencias a la realidad histórica y moral; sé que Amancio González trabaja un realismo amplificado, que incluye naturaleza en situaciones “imposibles”. En una palabra, sé que en los cuerpos ha implicado los símbolos.

Me doy cuenta de que, a poco que deponga al vigilancia, corro peligro de regresar a esa
“literatura especializada” que vengo rechazando. No; ya está dicho, yo sólo quiero dar testimonio de que mi vida se sintió a sí misma intensificada delante de las esculturas de Amancio González. Sé que esta experiencia, extremadamente particular, únicamente sobrevive cuando la sensibilidad es excitada por objetos conductores de una “alta tensión” artística.

Antonio Gamoneda