20-jul / Inauguración exposición: «Alberto Junquera (1963 – 2012). Una propuesta existencial»
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Pinturas, dibujos, estampas digitalas y fotogramas
Domingo, 20 de julio de 2014, 13.00 h
Esta exposición, comisariada por José Arias y con la colaboración de Juan Carlos Gea, muestra por primera vez, a través de una selección de 48 obras, el legado excepcional de un pintor secreto y silencioso, cuando se cumplen dos años de su fallecimiento. Son obras realizadas entre 1994 y 2006, altamente representativas de sus intereses éticos y estéticos.
Alberto Junquera nació en 1963 en Gijón, donde residió y pintó, hasta su prematuro fallecimiento en 2012. Autoreconocido discípulo de Fernando Redruello y José Arias, a la postre depositario comprometido de su obra, Junquera estudió Ciencias Empresariales en su ciudad natal, desempeñando diversos trabajos relacionados con esa profesión, y que desde mediados de los años ochenta alterna con sus auténticas inquietudes artísticas, no pudiendo, salvo en un corto periodo de tiempo y como hubiera sido su deseo, dedicarse en exclusividad a la pintura, para la que estaba excepcionalmente dotado.
A partir de 1991, realiza en el ámbito regional diferentes exposiciones colectivas y una veintena de exposiciones individuales, entre las que destacan las realizadas en el Edificio Histórico de la Universidad de Oviedo en 1997, o la última exposición en Litografía Viña de Gijón en 1998.
A pesar del rigor de su investigación formal y el extraordinario interés de las propias obras, Junquera no tuvo en vida el reconocimiento que merecía. Esperamos que esta exposición, que tendrá una itinerancia posterior, contribuya a situar a Alberto Junquera en el lugar que le corresponde.
EXPERIMENTAR LA PINTURA: EL LEGADO DE ALBERTO JUNQUERA
Por Juan Carlos Gea Martín (junio 2014)
Hay pintores que se esfuerzan por hacerse presentes a través de su pintura y otros que parecen empeñados en que la pintura se haga presente a través de ellos, dejándose apartar después del mismo modo en que los andamios y herramientas se dejan apartar por el artífice una vez utilizados. Alberto Junquera pertenece a esta última categoría. La misma discreción que lo mantuvo como un pintor secreto que desarrolló su trabajo en un silencioso segundo plano respecto al resto de su vida personal y profesional parece haberse propagado de forma extremada en su legado, que ahora se da a conocer al público: una colección de pinturas, dibujos estampas digitales y fotogramas que parecen consagrados a manifestar la pintura como si esta pudiese generarse por sí misma, epifánica, exenta, confinada en su seductora extrañeza. Pero, paradójicamente, su entrega a esta propiciación de la pintura —el término siempre suena extraño fuera del léxico religioso—, su laborioso ritual técnico destinado a provocar aquella epifanía con la mayor pureza posible, señala en todo momento a su autor: delata el pulso, los talentos y los afanes de quien ofició esa invocación, menos con las retóricas del sacerdocio que con la paciencia y la destreza del artesano.
Porque, inmediatamente después de su rara armonía y su belleza atemperada por el misterio, lo que más llama la atención de la obra de Junquera a quien se enfrenta por primera vez con ella es, en contraste con la sutileza de esos valores, la intensa y casi apabullante avidez experimental que la agita. Por debajo o después de su delicada presentación de líneas, superficies, colores y texturas, cada cuadro transmite una ansiedad subterránea, una invitación casi pudorosa a penetrar un poco más adentro y descifrar en una segunda apreciación algo más sosegada el repertorio de técnicas que se superponen de forma silenciosa pero casi obsesiva en una obra tan reducida en número y en formatos; el modo en que han ido acumulándose en su superficie, hasta derrumbarla y abrirla a una dimensión nueva, imprimaciones, salpicaduras, reservas, barridos de pintura, brochazos enérgicos, lavados y vertidos, incisiones, goteos, dibujos, raspados, roturas…
La técnica se convierte así en uno de los temas de esta pintura. No con la imperiosidad o la impertinencia del virtuosismo, sino de un modo más sutil y a la vez agónico: una exasperación de lo procedimental que muestra, como un rasgo plástico más, lo que esta pintura tiene de búsqueda, en cierto modo también exasperada, de un ámbito al que solo se puede acceder por caminos muy poco habituales. La invitación no es, pues, a reparar en la variedad insólita de las técnicas en sí, sino en lo que significa; en lo que proclama acerca del talante y los motivos de quien ha recurrido a ella.
Y lo que proclama es que, en ambos extremos del pathos experimental, pintar fue para Alberto Junquera una actividad tan apasionada como paciente, tan dada al experimento como profundamente asimilada y vivida en forma de experiencia, de tiempo invertido y, de algún modo, redimido en una obra que aspira a quedar fuera de él, circunscrita a su propio espacio y su propio tiempo. La experimentación es relevante aquí porque testimonia una determinada experiencia física y espiritual. Hay veces en que no queda más remedio que desempolvar este ambiguo pero insustituible adjetivo.
Naturalmente, en semejante poética hay mucho de ese poderoso candor adánico y antiacademicista que alimentó alguna de las vanguardias más arcangélicas; pero exentos en este caso del aparataje de las proclamas, los manifiestos y los dogmatismos. Junquera parece haberse concentrado exclusivamente, con toda la libertad que le otorgó su posición no á rebours sino al margen, en pintar lo que necesitaba pintar en cada cuadro y lo que cada cuadro le exigía que fuese pintando; en abrir rutas únicas y a menudo irrepetibles con un talento a la vez disciplinado e intuitivo, medido y completamente libre, con una libertad tal que hay ocasiones en las que no parece tanto que se superpongan técnicas como que se superponen cuadros dentro de un mismo cuadro: unos se basan en un rigor constructivo, pura estructura y geometría que hacen pensar en un artesano ensamblando taraceas; otros, en la mancha y el color como fluidos que se liberan la atmósfera y el clima; otros, en la precisión del dibujo o en los azares del gesto… En los ejemplos más logrados de su obra, la armonía entre esos planos pictóricos es tan impecable que se está tentado de sacar del mausoleo otro de esos términos proscritos: inspiración. O duende.
Pero quizá, con todo, sea en la sencillez de los papeles y los grabados donde mejor queda inscrita la esencia de la pintura de Alberto Junquera. En ellos se concentran, flotan, se dispersan, estallan o huyen presencias tan rotundas como esquivas, tan ajenas y herméticas como un sueño o una experiencia alucinatoria. Entidades, paisajes o estados que parecen subsistir solo ahí, en una superficie que es también otra parte, una dimensión separada. Y, sin embargo, vemos también en ellos el momento y el acto concreto, casi la posición y los movimientos con los que se manipularon las tintas con mil mañas y artimañas, para invocar todo ese fantasmagórico trasmundo suspendido entre lo genesíaco y lo que se desvanece para siempre. No quiero decir que se parezca al momento en que detectamos la impostura del médium ni tampoco, sin más, el viejo ilusionismo de la pintura cuando voluntaria o involuntariamente descubre sus trucos: quiero decir que lo percibimos todo a la vez, la pintura, nuestra experiencia de la pintura y, de algún modo, la experiencia del autor mientras experimentaba, en cualquiera de los sentidos del verbo, este pequeño tesoro que nos ha legado.